Nagazaki
Sesenta años, y muy poca bulla. No se dijo lo suficiente. No se recordó lo suficiente. Nadie quiso imaginar en verdad la realidad de un cuerpo (con sus sueños y sus metáforas) que se desintegra más rápido que la dosis mística de un adicto al crack. La negación ha alcanzado límites más o menos alarmantes. Una de las cosas más terribles acerca del 11/S es esa suerte de implosión, de encierro histórico en un instante de destrucción que mimamos como si fuera el único. El terrorismo ha instaurado secuelas de miedo muy definidas, que se han cristalizado de tal manera que parecen las más originales, y parecen de momento las más importantes. Lo cierto es que la humanidad ha conocido otros temores aún más grandes, temores pasados que no se han trabajado y que nuestro sincronocentrismo –obstinación por el momento periodístico, hiperactual– no logra reconocer. Sesenta años no es nada. Ni siquiera podemos empezar a imaginar las consecuencias de Nagazaki. Pero incluso hemos renunciado a imaginar. Hemos olvidado.
Por supuesto, se han dado los actos honoríficos de rigor. Se han mostrado las fotos. Se han alineado las voluntades diplomáticas. Pero realmente lo que importa, más que estos fríos ciclos de respeto, estas formalidades, o incluso más que nuestro genuino asombro (pero tan cándido, tan ocasional) ante el suceso, es que nos preguntemos qué es lo que significa para nuestra integridad espiritual la formación de un hecho como el de Nagazaki, qué horizontes de muerte sembró en nuestra psique, de qué manera agrandó las posibilidades de nuestra arbitrariedad moral, y como hizo que nuestros cuerpos se encogieran hasta el punto del cáncer. Sesenta años desde ese terrible suceso en dónde sesenta mil hombres murieron de una sola vez. Pero seguimos muriendo en Nagazaki.
(Columna publicada el 27 de agosto de 2005.)
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