Libre encontronazo
Me quedé con ganas de comentar algo acerca de Libre Encuentro.
De un lado, se agradece que un foro de discusión –especialmente televisivo– haya logrado sobrevivir quince años y no minutos. Trabajo, continuidad. Es respetable.
Eso de un lado. Del otro –el más crecidito– uno sabe que un programa como ése ha sobrevivido en condiciones menos que orgánicas, y en ese sentido constituye un mal espejo de la verdad–posibilidad de la televisión nacional (“nacional” equivale aquí a una expresión nostálgica).
Dos críticas se han cristalizado respecto a Libre Encuentro, de forma ya más o menos inamovible. La primera: que se trata de un programa tendencioso (las interrupciones, los moralismos, la palabra final de padrastro en sobremesa, la falsa tolerancia o analidad). La segunda: que cultiva las bajas pasiones (ver la antología confeccionada –se nota que a mucha honra– con motivo de los quince años: una verdadera desgracia para la dialéctica: orgía de bocinazos, insultos, salivazos de abogadillo, galería de freaks en pleno y coprófagos de varia estirpe…).
Que el señor Dionisio Gutiérrez no haya logrado alterar esta percepción en sus televidentes luego de quince años es hasta cierto punto preocupante, y más bien revela que nunca hubo una intención seria de erradicar ambos vicios. Quizá tales vicios son los vicios mismos de sus televidentes –ambos, ahora sí en todo el sentido de la palabra, nacionales: murmuración exaltada y opinión en brama, descalificación a toda costa– y quizá por ello no le ha parecido pertinente erradicarlos… Una tercera crítica se adhiere, instintivamente, como en un ejercicio de escritura automática: Gutiérrez no es lumbrera de la comunicación: ni pensador, ni político, ni periodista. En realidad no se sabe muy bien qué es, aparte de empresario. Remacha, eso sí. Y según parece, estudió teología, lo cuál explicaría una serie de cosas.
Oh, la opinión…
(Columna publicada el 9 de septiembre de 2006.)
De un lado, se agradece que un foro de discusión –especialmente televisivo– haya logrado sobrevivir quince años y no minutos. Trabajo, continuidad. Es respetable.
Eso de un lado. Del otro –el más crecidito– uno sabe que un programa como ése ha sobrevivido en condiciones menos que orgánicas, y en ese sentido constituye un mal espejo de la verdad–posibilidad de la televisión nacional (“nacional” equivale aquí a una expresión nostálgica).
Dos críticas se han cristalizado respecto a Libre Encuentro, de forma ya más o menos inamovible. La primera: que se trata de un programa tendencioso (las interrupciones, los moralismos, la palabra final de padrastro en sobremesa, la falsa tolerancia o analidad). La segunda: que cultiva las bajas pasiones (ver la antología confeccionada –se nota que a mucha honra– con motivo de los quince años: una verdadera desgracia para la dialéctica: orgía de bocinazos, insultos, salivazos de abogadillo, galería de freaks en pleno y coprófagos de varia estirpe…).
Que el señor Dionisio Gutiérrez no haya logrado alterar esta percepción en sus televidentes luego de quince años es hasta cierto punto preocupante, y más bien revela que nunca hubo una intención seria de erradicar ambos vicios. Quizá tales vicios son los vicios mismos de sus televidentes –ambos, ahora sí en todo el sentido de la palabra, nacionales: murmuración exaltada y opinión en brama, descalificación a toda costa– y quizá por ello no le ha parecido pertinente erradicarlos… Una tercera crítica se adhiere, instintivamente, como en un ejercicio de escritura automática: Gutiérrez no es lumbrera de la comunicación: ni pensador, ni político, ni periodista. En realidad no se sabe muy bien qué es, aparte de empresario. Remacha, eso sí. Y según parece, estudió teología, lo cuál explicaría una serie de cosas.
Oh, la opinión…
(Columna publicada el 9 de septiembre de 2006.)
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