El arte de la incumbencia
Un día dije: ya estuvo, estoy harto, no leo más periódicos. Y durante meses no leí más periódicos.
Con los periódicos he sostenido una relación amor/odio. Más odio que amor, sinceramente. Resolví que el hecho de leer una noticia sobre un crimen callejero o una putrefacción estatal no cambiaba drásticamente el ambiente socialpolítico que permitía tales fechorías.
Así que fui encallando en una frustración muy asquerosa y recurrente: la frustración del lector de periódicos. Perdí la fe, como quien dice.
Lo cuál resulta más bien raro, siendo yo periodista. Más bien debería de ser solidario con el gremio, ¿o no? Por ejemplo, debería ser solidario con los columnistas. Pero he sido incapaz de leer a los columnistas sin aventurar toda suerte de juicios, acusaciones, señalamientos. Es decir que yo he practicado a quemarropa la intolerancia, la descalificación, el prejuicio, y todas esas cosas que se supone que delato en mis columnas. De esa cuenta, el principal tarado he sido yo.
Recientemente, con cierta timidez al principio, y luego con creciente confianza, volví a leer los diarios, pero cambié de estrategia. He botado el juicio como actitud central de lectura. Es decir que ya no leo el periódico para formarme un criterio de mi entorno (en cuyo caso ceso de ser lector, ceso de escuchar) sino sólo para estar consciente del mismo, lo cuál es distinto y es más valioso. El diario está allí para que salgamos de nuestros esquemas de pertenencia habituales, y nos abramos a un mundo más ancho, desconcertante, doloroso, y complejo que el nuestro. Pero si al leer los diarios nos limitamos a colocar resistencias y hacer la guerra, entonces la experiencia es inútil, y más que inútil: contraproducente, destructiva. Idealmente, una noticia debería ser un marco de compasión. Un abrirse a las circunstancias. Una puerta al otro.
(Columna publicada el 6 de agosto de 2005.)
Con los periódicos he sostenido una relación amor/odio. Más odio que amor, sinceramente. Resolví que el hecho de leer una noticia sobre un crimen callejero o una putrefacción estatal no cambiaba drásticamente el ambiente socialpolítico que permitía tales fechorías.
Así que fui encallando en una frustración muy asquerosa y recurrente: la frustración del lector de periódicos. Perdí la fe, como quien dice.
Lo cuál resulta más bien raro, siendo yo periodista. Más bien debería de ser solidario con el gremio, ¿o no? Por ejemplo, debería ser solidario con los columnistas. Pero he sido incapaz de leer a los columnistas sin aventurar toda suerte de juicios, acusaciones, señalamientos. Es decir que yo he practicado a quemarropa la intolerancia, la descalificación, el prejuicio, y todas esas cosas que se supone que delato en mis columnas. De esa cuenta, el principal tarado he sido yo.
Recientemente, con cierta timidez al principio, y luego con creciente confianza, volví a leer los diarios, pero cambié de estrategia. He botado el juicio como actitud central de lectura. Es decir que ya no leo el periódico para formarme un criterio de mi entorno (en cuyo caso ceso de ser lector, ceso de escuchar) sino sólo para estar consciente del mismo, lo cuál es distinto y es más valioso. El diario está allí para que salgamos de nuestros esquemas de pertenencia habituales, y nos abramos a un mundo más ancho, desconcertante, doloroso, y complejo que el nuestro. Pero si al leer los diarios nos limitamos a colocar resistencias y hacer la guerra, entonces la experiencia es inútil, y más que inútil: contraproducente, destructiva. Idealmente, una noticia debería ser un marco de compasión. Un abrirse a las circunstancias. Una puerta al otro.
(Columna publicada el 6 de agosto de 2005.)
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