
La portada: una foto de una señora con una suerte de máscara de gasa horrenda. Una de las víctimas en los atentados en Londres. ¿Qué hay debajo de la máscara? ¿Qué rostro ha dejado de tener esta señora? “Abyssus abyssum invocat”. El abismo llama al abismo. La clandestinidad llama a la clandestinidad. La máscara del terrorismo le ha puesto una máscara privada, espeluznante, a esta señora, una máscara que no podrá quitarse jamás. Una máscara insuperada por cualquier ficción de horror, mucho más aterradora que la de Annibal Lecter, y en la foto la señora aparece más inquietante que esos inquietantes entes–cosas que van todos en tren como a un campo de concentración, en The Wall (cuyos integrantes se reunieron felizmente hace poco en el concierto de Geldof, pero, hélas, esta felicidad, y la felicidad general del Live8live no duraron mucho). La imagen levantó en mí una amalgama, una noche: hay una gárgola oscura vigilando nuestros pasos. Es que yo tengo familia viviendo en Inglaterra. Saber que están bien me otorga una enorme felicidad. Pero el miedo repta. Más de 50 muertos y unos 700 heridos, todos perdidos en una conmistión de fragmentos: los fragmentos de una civilización que se cae a pedazos, hacia lo insondable. En lo personal, los terrorismos me han dado una claridad: soy enemigo de lo que miente o mata. No hay muerte sin mentira. Ni mentira sin muerte. Tanto las superpotencias dominantes como las infrapotencias en la sombra mienten y matan. Se nutren parasitariamente unas a otras. Mentirmatar. Frente a esto, no es posible decir: “Bien merecido lo tenían esos arrogantes ingleses”. El que dice así mientemata. No es posible decir: “El terror es la voz de la libertad frente al imperialismo”. El que dice así mientemata. No es posible decir: “Quien que no está conmigo es mi enemigo”. El que dice así mientemata. Yo tengo familia viviendo en Inglaterra.
(Columna publicada el 16 de julio de 2005.)
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