Colon irritable

Cada cierto tiempo, las cárceles son bautizadas con sangre. Son muchos los criminales que caminan largos trechos por las arenas de la delincuencia, el crimen, el confuso asesinato, y van a dar a las cárceles, pero una vez allí, lejos de ser rehabilitados, al parecer se mueren, son castamente asesinados. El sistema penitenciario necesita, como un viejo Dios, un sacrificio. “Yo Soy el que Babeo la Sangre del Sur”, grita este viejo intratable.

Nadie cree en las cárceles, a estas alturas. Son como un colon que ya no funciona, muy irritado, no digiere, no transforma, sangra, tiene cáncer.

Pero es nuestra culpa, a la vez. Porque, en toda honestidad, nos importa un comino. Sencillamente, nos indignamos cuando un reo escapa, o un cholo muere, y en el fondo, cuando esto último sucede, hasta nos alegramos un poquito. Es bastante enfermo.

Quizá las cosas mejoren un poco cuando dejemos de pensar en las cárceles como la última habitación de la casa, en dónde descansan todos nuestros juguetes rotos y sucios. Más bien, la cárcel es el pasillo que une a la sociedad con la sociedad. Un rito de pasaje –por demás inevitable, pues no hay sociedad que no sea criminal– y un instrumento poderosísimo para tomarnos la temperatura ética. Sólo viendo de cerca las cárceles sabremos qué es lo que sucede con nosotros. La cárcel no es un lugar deshonesto. De hecho, es el lugar más honesto que existe. Los deshonestos somos nosotros, que no queremos hablar de ello. Nos guste o no, toda herida es siempre auténtica.

Nadie cree en las cárceles. Pero nadie lo hace porque el escepticismo es la ruta más directa de la negación. No queremos saber de qué estamos muriendo. La enfermedad está en el colon.


(Columna publicada el 24 de septiembre de 2005.)

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