Houellebecq
Uno. Hay, por un lado, esa evidencia de que Houellebecq no deja de ser un escritor en todo el sentido de la palabra. La posibilidad de una isla es un libro hecho con paciencia narrativa. Un edificio literario bien engarzado, en dónde se alternan ciencia–ficción y relato esperpéntico realista, en dos dimensiones nítidamente contrapuestas. Sin embargo, ambas dimensiones se continúan la una a la otra perfectamente, y se necesitan. Por un lado, la ciencia–ficción (la distancia que da la ciencia ficción) le permite a Houellebecq ironizar con más fuerza sobre nuestra actualísima condición. Por otro lado, el relato realista consigue que no consideremos la parte de la ciencia ficción como algo solamente etéreo, lejano, ya fantástico, imposible.
Dos. Imposible no aludir al nihilismo de Houellebecq. A veces lo atrapa a uno. Otras veces uno se harta de tanto hartazgo. La pérdida de la fe es sumamente aburrida cuando se muerde sistemáticamente la cola.
Tres. Houellebecq forma parte de un linaje honroso de inmoralistas franceses (o moralistas al revés) que se remonta muy atrás en el tiempo, hasta Villon, el más puro de todos, la Presencia Original. En el siglo XX, tal linaje encuentra un nicho particularmente próspero para expresarse: el mismo Gide, discretamente, y luego Artaud, Céline, Camus (Houellebecq no deja de ser el deudor evidente del Aujourd´hui, maman est morte de Camus), Sartre, fungen como sus banderitas más reconocidas. Por supuesto, al lado de Céline, Houellebecq queda como un chico de pantalones cortos. Pero al menos, Houellebecq no recurre a la esperanza tosca de Sartre, al final de La Náusea.
Cuatro. La posibilidad de una isla es una novela hipersexual, donde el sexo es siempre la expresión del fracaso.
Cinco. ¿Qué le depara el porvenir a MH? Posiblemente se convertirá en fast food para adolescentes en una Francia altamente narcotizada por la violencia.
(Columna publicada el 21 de enero de 2006.)
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