Kaibil


Recientemente, muchas personas quisieron convertir en víctimas puras, mártires de un error gubernamental, a los kaibiles muertos en combate en el Congo (sobrevaluando su imagen de padres de familia, por ejemplo). Pero ningún kaibil es un cachorrito.

Más allá de un cierto clima esotérico que la rodea, debido a la mitificación popular, y del hermetismo que la caracteriza, rayando en la sobreprotección, y por supuesto en la sospecha, se sabe a ciencia cierta que la Escuela Kaibil fue creada en el año 1975. Los kaibiles son entrenados en la finca El Infierno, en el Petén, conocida por manufacturar –y lo pregona con orgullo– “máquinas de matar”. Allí son sometidos a un régimen insaciable que hace tambalear el concepto entero de la civilización. Sólo aciertan a salir unos veinte soldados por promoción. El kaibil (“hombre estratega, el que tiene la fuerza de dos tigres”) tiene a su cargo las “operaciones especiales”. Durante la guerra, su papel fue importantísimo, preñado de toda suerte de violaciones a los derechos humanos, entre ella la famosa matanza de Dos Erres.

Se sabe que su entrenamiento es aún más riguroso que el de los rangers estadounidenses. Es por ello que militares de otras partes del mundo han sido entrenados por kaibiles –por ejemplo mexicanos, a raíz del levantamiento zapatista (inclusive se ha abierto un campamento kaibil en Baja California). Recientemente, soldados kaibiles fueron acusados de asociarse a narcotraficantes mexicanos (para más precisión, al cartel de Tamaulipas). Se puede argumentar que se trata de “individuos”, de “ex soldados”. Aún así: uno esperaría que un grupo militar elite lograse inculcar una moral duradera en sus miembros. Pero la verdad es que uno no espera nada de un kaibil, salvo muerte.

Por demás, el asunto de los kaibiles en el Congo no deja de ser una escaramuza de los medios, que no dieron ni la mitad de la atención y cobertura a éstos cuando fueron enviados. No lo hicieron los medios ni tampoco la población, ahora tan indignada. Los kaibiles somos nosotros.


(Columna publicada el 4 de febrero de 2006.)

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