La otra interpelación
Pero es el congreso el tema de esta columna. De toda esta carpintería política a la cuál se ha entregado el legislativo se puede inferir una serie de cosas, la primera de ellas siendo que la política tiene mucho sentido del humor. El Congreso partió de una posición de poder, y fue cayendo paulatinamente a un lugar cada vez más vulnerable. Lo que menos le interesa a los diputados es el futuro educativo de Guatemala, y el futuro de Guatemala a secas (la agenda legislativa ha salido muy lastimada).
Es archisabido que el destino de un país no es más que cabildeo e influencia. Ahora bien: restregar tal evidencia en la cara de los ciudadanos por medio de esta gigantesca pantonima demuestra una falta de escuela que ya roza con la más abyecta hipocresía.
La gente no es idiota, o no es tan idiota. En términos de malicia política, una interpelación debería de ser algo fugaz, una especie de hachazo. Si se prolonga demasiado, entonces el olor mefítico empieza a llenar el hemiciclo: todos esos gases provenientes de tantas segundas intenciones, de tan putrefacta doble agenda. Tres semanas es demasiado. Es obvio que estas gentes no tienen una perra idea de cómo fabricar un escenario. Un espíritu maquiavélico diría que el arte aquí consiste en hacer la interpelación lo menos evidente posible. Que sirva como precedente: la interpelación es un recurso político de dos filos. Raras veces servirá como jaque mate.
Pero la idea de esta columna no es dar clases de cinismo a los diputados, sino reivindicar el carácter espiritual de la interpelación. Es uno de nuestros recursos democráticos más hermosos, a no dudarlo. Y la única manera en que vamos a preservarlo es interpelando a los interpeladores.
(Columna publicada el 25 de febrero del 2006.)
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