Milosevic (I)


Realmente, no deja de sorprenderme la manera en que la opinión pública escoge la intensidad de sus noticias. Recién me entero de que Milosevic ha muerto. Y sin embargo ya han pasado tres días de su defunción (por demás, bastante intrigante). Ok, es cierto que no soy ningún adicto a los periódicos ni los telenoticieros, pero de cualquier forma me parece que la noticia tuvo una intensidad bastante tenue o en todo caso más tenue que la noticia que mereció el procesamiento del mismo Milosevic en el Tribunal de la Haya.

La vida de Milosovic, aparte de ser ejemplar (ejemplar en el sentido de que se trata de un villano arquetípico, como Estrada Cabrera), fue al mismo tiempo una vida que rebasó con creces todos los lugares comunes, es decir que excedió el propio arquetipo (Estrada Cabrera, otra vez).

Tanto su padre como su madre se suicidaron (lo único distinto fue el tiempo y el método: el primero se disparó; la segunda se ahorcó, diez años después). Una tragedia shakesperiana que merecería cierta consideración sino fuera porque Slobo se encargó de obnubilarla por una tragedia de escala cósmica, o mejor dicho, tres: Serbia, Croacia, Kosovo. Milosevic es el espejo más tenebroso y larval que dejó el comunismo expansionista, al contraerse en agujeros negros nacionalistas –un auténtico mutante de la historia.

A Milosevic no le costó nada (ya suicidados sus padres, dejándole en sus manos un delirio de autoridad) traicionar a su mentor, Ivan Stambolic –fue quién lo introdujo al poder. Su casamiento con Mirjana Markovic exacerbó el matiz shakesperiano: una verdadera Lady Macbeth, que bien podría ella sola quedarse con la película entera.

Lamentable no es que Milosevic esté muerto, en rigor, pero en realidad sí: hay un juicio que ha quedado abierto (con sus 66 cargos –número por fin justificadamente espeluznante, y sin embargo a la vez insuficiente– por crímenes de guerra), y un fantasma en La Haya.

Seguiremos hablando de Milosevic en la próxima columna.


(Columna publicada el 18 de marzo de 2005.)

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