Milosevic (II)

Milosevic fue una especie de Puck tenebroso sembrando confusión en la voluntad política de sus contemporáneos (sí; seguimos citando a Shakespeare: ¿y qué mejor autor para describir el oro desquiciado del poder?). Su método me recuerda a aquella tortura clásica que consistía en desmembrar a un ser humano jalando sus extremidades con cuatro caballos. Un ser humano, o Yugoslavia. Solamente en Bosnia dejó un saldo de 250,000 mil muertos, por lo menos 100,000 muertos más que los que provocó la guerra civil en Guatemala. Lo que hizo con los albaneses en Kosovo es el castigo de un sol demasiado cruento, de una sed sin límites.

Milosevic supo jugar bastante con la torpeza occidental, que no supo asir el relámpago (siete años le bastaron para llegar a la presidencia de Serbia). La intervención de la OTAN en el conflicto no dejó de ser en cada caso póstuma. La danza de los genocidios ya se había consagrado.

Si de castigar se trata, entonces podemos decir que el sueño de castigar a Milosevic no ha quedado truncado. Se ha hecho demasiado énfasis en ello (yo mismo, en mi columna pasada). Pero entonces estaríamos autocondenándonos. Su muerte –cualquiera que haya sido (y no hay ningún Grissom de CSI que venga a aclararla, por lo visto)– fue una muerte terrible. No es bonito estar a solas con las propias manos, cuando están llenas de sangre. Lo cubrirá el odio y lo cubrirá el olvido.

¿Y el futuro? Su visión ardiente será sustituida por una progresiva europeización, un vasto tedio institucional, una represión callada de formas.

Por supuesto, sería terrible conceder a la figura de Milosevic –y ahora es muy posible que suceda, dado que es un fantasma– la responsabilidad absoluta de lo que sucedió en los Balcanes. No hay rey sin corte. Y peor aún: no hay rey sin pueblo. ¿En dónde están los diez mil colaboradores? Por cosas como ésas, Primo Levi no murió exactamente de un infarto de miocardio.


(Columna publicada el 25 de marzo de 2005.)

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