Toda la sangre dentro
1976 es mi año, el año del terremoto, el año en que yo nací, el año funesto en que la Argentina había hecho sintonía con el ángel más oscuro. El equinoccio trajo secuestros, matanza, crónicas de violaciones espeluznantes. Y luego nos preguntan que por qué nacimos drogadictos. Y sin embargo yo tuve suerte: no nací en calabozo alguno.
Estamos hablando de decenas de miles de desapariciones. Estamos hablando de 30,000 desapariciones, para ser exactos. Es como si hubiesen contratado a una empresa para hacerlo. Es como si lo hubiesen hecho corporativamente. Y en verdad lo hicieron. Todos esos niños vendidos… Es asqueroso.
Si yo hubiese tenido veinte años entonces, y hubiese nacido en la Argentina, me hubiesen desaparecido. Me hubiesen torturado. Me hubiesen arrojado al Río de la Plata desde un avión. Y si hubiese sido mujer, me habrían violado, embarazado, y luego se habrían quedado con mi hijo. Estoy agradecido de no haber sufrido semejante destino, pero es un agradecimiento que sabe indignarse, que no cierra los ojos.
Como en Guatemala, la impunidad en la Argentina es un tambor cuya sonoridad hace temblar todas las estructuras. Sin embargo, podemos aprender muchísimo de los argentinos, de su presencia popular, de sus meditaciones políticas, de sus conquistas democráticas (aún si sólo son simbólicas: Cavallo), de su labor encomiable de información (con los treinta años se ha dado una especial avalancha editorial y mediática).
Los argentinos –a pesar de no llevar toda la sangre dentro, a pesar de haber sido vaciados por los gorilas– han sabido realizar la escritura de la esperanza. Hay que ver cómo se pusieron a buscar a sus desaparecidos. Hay que verlos caminar en procesión hasta el lugar en dónde todo –la justicia, la dignidad– es devuelto.
(Columna publicada el 1 de abril de 2006.)
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