Bailar ballet
Pero eso es el pasado. Eventualmente, Capote y Neruda me enseñaron a no contestar jamás a los críticos. Por un lado. Por el otro, la vida me ha mostrado que no hay mérito alguno en humillar a nadie. Al contrario.
Atendiendo esto último, y en aras de la buena voluntad, he vuelto a leer la columna que escribí acerca de Ratzinger, y en efecto, encontré que había en ella intolerancia. Pero es vital que ustedes comprendan lo que yo entiendo por intolerancia.
Se dice que solamente Dios tiene derecho a juzgar los actos del hombre. A mi modo de ver las cosas, eso es completamente falso. Y en un sentido peligroso, porque el juicio, cuando no es compartido, es peligroso, y camino seguro a la delación y todos los fascismos.
El hombre no sólo tiene el derecho sino además la obligación de juzgar a su igual, llámese Milosevic o Ratzinger, Pol Pot o Gandhi. Lo que no tenemos derecho es a juzgar su esencia, pues es allí cuando la opinión se transmuta en mal. Esta distinción reúne eléctricamente las dos corrientes de la civilización y el mito en un coito ensordecedor, y quién la reciba habrá dado con una clave de poder. Pero no de poder sobre nadie. Sino de poder libre, liberador. Es en este sentido, y no en otro, que yo pido disculpas no sólo a los católicos, sino al género humano por igual: dije que Ratzinger era torpe, cuando torpe fue su disgresión académica. El columnista baila un ballet violento sobre un delgado hilo; naturalmente, cada cierto tiempo se cae.
Que no piense el amable lector que me envió la carta que ésta es una contestación, cuando es un simple acuse de recibo. Contestar es otra cosa.
(Columna publicada el 7 de octubre de 2006.)
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