Buenaspecto


Por estos días, gran revuelo por eso del transmetro, no tan funcional que digamos, de acuerdo a los diarios. En un país que se ha dedicado a negrear de chirices el compuesto demográfico, uno se pone a meditar sobre eso de las ciudades y el destino de la especie.

Está ese libro de Félix de Azúa titulado La invención de Caín; me lo habré gozado leyéndolo en alguna capital europea; en una de esas capitales que son, justamente, el tema del libro. El título por demás no pudo ser mejor escogido. Toda ciudad, míticamente, es de origen cainita. Y en efecto: ¿quién no ha sentido esta oscura procedencia suya, que es su corazón y su fundamento?

Eventualmente, nos tuvimos que preguntar si la reproducción humana era en sí misma buena, agradable y perfecta, o si a lo mejor había que asignarla al campo sensible de la patogenia. En 1798, Malthus publicaba su Ensayo sobre el principio de la población. Algo tardamos en darnos cuenta que la más grande epidemia de la humanidad era la humanidad misma. Los humanos, dando vida, preparaban su propio magno cadalso.

Quizá lo más desmoralizante de esta epidemia es que es imparable; no hay forma de reducirla –y no se puede decir que no se haya intentado.

¿Recuerdan aquel imperativo: “procura que tu cadáver tenga buen aspecto”? En un contexto social avanzado, digamos planetario, esta misión le corresponde, exactamente, a los urbanistas. Los urbanistas son los embalsamadores del cadáver social.

Acondicionar el capital humano no ha sido fácil; llevamos siglos en ello. Roma, Grecia. Hemos llegado a encontrar soluciones diáfanas, bien diseñadas. Y nuestros biznietos (que a lo mejor ya no existirán, debido al calentamiento global, como nos lo ha querido explicar enfáticamente Al Gore, propuesto recientemente para el Nóbel de la Paz) tendrán la oportunidad de ver mejores, más pasmantes diseños incluso. ¡Oh, todas esas hermosas sardinas, matándose por un poco de aire civilizado!

(Columna publicada el 10 de febrero de 2007.)

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