Ciento cincuenta velas

Ciento cincuenta muertos. Es como si la guerra civil en Irak, que ya estaba allí hace un tiempo, por fin decidiera dar su fiesta de bienvenida. Tenebroso.

Tenebroso, y no obstante, previsible. La política externa de Estados Unidos se basa toda ella en el concepto de guerra civil (y sobre una guerra civil erigió Estados Unidos el mercado de sus valores). La narrativa global de la guerra fría se desarticuló gracias a una bien diseñada atomización del conflicto en múltiples conflictos de carácter local. Y así Guatemala. Y así los Balcanes.

El atentado de la semana pasada en Bagdad coincide –qué sorpresa– con uno de los momentos más frágiles del partido republicano, sediento de justificaciones políticas para perpetuar un gobierno de guerra que no quiere aceptar la ley de gravedad.

Hace unos años, unos amigos y yo organizamos una sesión de poesía en torno a la guerra y Bagdad y leímos a poetas iraquíes y dijimos de la mejor manera que pudimos todo eso que teníamos qué decir acerca de la gran atroz mentira satánica de George W. Bush y repudiamos los bombardeos y prendimos velas por los muertos. Me sentí bien. Era poco. Pero era honrado.

Luego se volvió cada vez más imposible hacer un homenaje de esa suerte. Ya no era igual. El momentum lírico se desintegraba cada vez contra el rostro inamovible del reportero de Fox News, que parecía estar hablando en lenguas –en una especie de variante de arameo monótono y granítico, junto a imágenes sin contexto, como sacadas de la mente de un esquizofrénico de los desiertos. Ya nada tenía sentido.

Bush, al eternizar el conflicto del Oriente Medio, lo despojó de su dimensión poética, de su posibilidad humana. La poesía quedó sepultada bajo un millón de declaraciones, repetidas hasta el cansancio. Nunca una guerra había sido tan jodidamente oficial.

Pero el atentado del jueves despertó de nuevo en mí un grito. Se me ha calentado la sangre. He vuelto a encender las velas de la indignación.


(Columna publicada el 2 de diciembre de 2006.)

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