Elecciones mexicanas
Al momento de escribir esta columna, aún no se sabe quién será el próximo presidente de México. Pero ya se sabe que ha sido una contienda muy reñida, dividida más o menos simétricamente entre el PAN y el PRD, y, aunque atrás, el PRI logró reunir un número no desdeñable de votos. ¿Conquista democrática, balance de todos los poderes, equilibrio de madurez, o todo lo contrario: neutralización del avance ideológico, inercia y molicie, burocratización de la política mexicana, nuevo cortinaje nopalesco?
A veces se tiene un poco de miedo, como extranjero, de dar la propia opinión sobre estos asuntos, sobre todo teniendo en cuenta que no ha habido elección más editorializada interna y externamente que ésta, lo cuál tiene su efecto brutal: convierte el ejercicio del criterio en una labor intimidante.
No es para menos. El cabildeo preelectoral ha sido extensísimo, largo devenir intestinal, eternizado en los corredores sin fin de la opinión pública. Por supuesto, la figura de López Obrador estableció todas las tensiones, hechizando a todos de expectación, siendo el candidato que el gran brujo de la izquierda mexicana conjugó para estas elecciones. Su presencia dimensionaliza y eleva la reciente marejada de la izquierda en América Latina, dándole, más allá de las filiaciones, una seriedad que Evo Morales o Hugo Chávez, quiérase o no, se han encargado de caricaturizar.
Aparte la previsible, incluso aconsejable, impugnación poscomicios del PRD, la elección ha transcurrido, según los comunicados, bajo apariencia de orden, a pesar de que los candidatos y partidos no han colaborado a forjarlo (fuerte dinámica verbal, tirando a narcisista y grosera). Considerando que el vicio del mexicano es el poder, no es poca cosa.
(Columna publicada el 8 de julio de 2006.)
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