Ese rodar y rodar de la pelota, ese rodar por países, ricos y pobres por igual. Estamos viviendo la gran noche del fútbol, una era que podrá extenderse centurias si no nos quitamos rápido el coma de encima. Desplazó al rock –antigualla decadente– y ahora no hay más poesía que la quiniela. De tajo el fútbol aniñó a todas las criaturas humanas de este planeta. Será que tenían muy abandonado a su niño interior, luego de ese gran abandono que fue el Siglo XX. Hay un sudorcito, un olor ácido de hombre televisivo que ha impregnado los museos, rajándolos, y la cultura toda. La Copa del Mundo es la presea de nuestro invierno festivo, nuestra orgía de la capitulación. El fútbol tiene ya todos los rasgos de una religión: una mitología con sus respectivos héroes, una masa de seguidores, un cuerpo litúrgico, una sed de convertir, y por supuesto, tiene ya sus divinidades. Quién fuera futbolista, dicen ahora los que antes querían ser astronautas. Así que llevan la razón los que dicen que el fútbol es el nuevo opio de los pueblos. No hay diferencia alguna entre un seguidor de fútbol y un drogadicto. Esto no es una mera figura de estilo: es una verdad neurológica. Pero como el fútbol está asociado al deporte, entonces se cae en la trampa instintiva de pensar que el fútbol no puede ser sino sano. No nos engañemos: el fútbol, tal y como se vive hoy en día, crea dependencias perversas, aislamiento, enajenación masiva. Una persona intoxicada de fútbol es una persona peligrosa. Por demás, es una de las cunas más perversas de dinero y poder que ha fabricado la humanidad. Para muchos de ustedes esto que digo es una forma de apostasía. Ya los oigo preparar las teas y los fogones. Y qué: esto hay que decirlo ahora, justamente, en el fastigio del asunto, en la parte ascendente del Mundial, porque ni el antes ni el después tendrán mérito alguno. No se vale la crítica de sobremesa… Es fácil ponerse moralista cuando se está de goma, por demás… Ese rodar y rodar de la pelota…
(Columna publicada el 17 de junio de 2006.)
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