Gallina en degollina
A veinte años de su muerte física, aún no nos recuperamos de semejante pérdida, que llega a mí como multiplicada por un montón de espejos, no una sino muchas muertes.
La muerte del corazón de Arce, demasiado sensible para tanta pobreza y tanta injusticia, que por eso se amargaba a veces tanto en sus columnas. Este exilio interior fue el principio o prólogo de su exilio físico.
El exilio, entonces, geográfico, a finales de los setenta. Francia. Y quede dicho que no era la primera Francia, la de los soixante–huitards, cuando fue secretario de Miguel Ángel Asturias, la que lo recibió esta vez, sino una Francia cabrona, mezquinoide, traspasada por un renovado y oscuro nacionalismo. En el documental de Armanol Gatti se registra una conversación entre Arce y un francés furioso, que acusa básicamente al escribiente de parásito.
El destierro, o muerte geográfica, habría de traer su muerte sensible. El artista muere detrás de un montón de oficios infames. Le dijo a Margarita Carrera: “los ladrillos parecen hielos”. Arce defendía a los trabajadores del mundo, defendía a las herramientas del mundo, pero un ladrillo frío es un ladrillo frío, y es más frío para un poeta.
Finalmente, la muerte fisiológica, el jodido cáncer, con toda su claridad de células torcidas. Morir lejos de la luz de casa.
Así que todas esas muertes imprimen su caricia desquiciante en mis riñones, en mi páncreas, en mis pulmones, mojados, por estos días. Y se agrega además una muerte no invitada: la muerte de Lucas, de vellos obscenos, collage de cadáveres, gallina en degollina.
Lo único que me rescata de tanto engrudo es la tierna luz de Arce. Estamos viviendo el año de Manuel José Arce.
(Columna publicada el 24 de junio de 2006.)
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