Una muerte institucional


Al cabo de un proceso horriblemente tedioso, ahorcaron sorpresivamente a Sadam Hussein.

Quizá fue cómo se resolvió con semejante urgencia algo que, no obstante, ya estaba más que escrito y anticipado desde hace años, lo que nos puso a todos los pelos de punta.

Sus verdugos temieron que si no lo hacían ahora no iban a poder a hacerlo más tarde. Semejantes supersticiones se dan en las épocas de cambio, que son épocas elásticas, moldeables, como los cuadros líquidos de Dalí, escenarios flotantes que pueden dispararse para una u otra dirección. Pero una ejecución pública es (ha sido siempre) un acto fuerte, afirmante, coagulante, cimentador.

Y Hussein siendo un magneto al fin tan significativo, más valía apurarse. Después de todo, no era la primera vez que faltaba a una cita con la muerte. Teniendo una veintena de años, Hussein intentó asesinar al primer ministro Abdel Karim Kassem, y tuvo que salir de Irak, vestido de mujer, para no ser muerto. En 1979, luego de la “dimisión” de El–Bakr, Hussein inició una dictadura que habría de durar casi un cuarto de siglo. Quince días después de haber tomado el poder, ahogó una conspiración en su contra matando a treinta y cuatro personas. A lo largo de su carrera militar, fueron muchos quienes quisieron acabar con él. Son proverbiales las medidas de seguridad que empleaba para evitar atentados (se hacía rodear, por ejemplo, de “catadores” en todas sus comidas, para evitar que lo envenenasen). Más recientemente, Hussein pudo sobrevivir a dos operativos más bien aceitados de los Estados Unidos (uno de ellos desperdició varias bombas de perforación) para liquidarlo.

Pero Sadam Hussein no murió en un atentado. Ni en un episodio castrense épico. Ni siquiera lo mataron fusilado, como quería. Murió destripado por los engranajes jurídicos. Para estos dictadores, que se rieron tanto de las instituciones, no debe ser fácil morir a manos de ellas.


(Columnas publicada el 6 de enero de 2007.)

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