Uribe forever


La vida política en Colombia es siempre original, única, impar, y aún con estos rasgos poderosos de individualidad, es a la vez siempre un punto global de referencia, y por ello nos interesa.

En la narración colombiana, Uribe ha quedado más o menos como el sinónimo de estabilidad. Tanto que recién el lunes comenzó un segundo período sucesivo de gobierno, cosa no vista antes en Colombia.

Bush y Uribe: los presidentes guerreros. Un primer período transcurrido de cara a un conflicto, y fue este mismo conflicto el que les brindó popularidad y partidarios. La mirada pública se desplaza en efecto pendular de la guerra a la figura presidencial (que asume una posición brutalmente propia de liderazgo) y de la figura presidencial a la guerra –del destino nacional a la concentración del poder, y viceversa– creando una cierta magnetización, una cierta onda hipnótica. Los ciudadanos no son más que televidentes, y todo acercamiento implosivo a su propia naturaleza queda de facto cortocircuitado.

Pero la reelección es un juego peligroso, para los presidentes guerreros. Ya lo decía Sartre en Las palabras: “Morir no basta: hay que morir a tiempo”. Pasados unos años, la resaca de la guerra se deja sentir en los gobiernos. ¿Es viable cantar dos veces la jugada? ¿La jugada contra el narcotráfico? En el caso de Uribe, se pregunta cómo hará para reinsertar a más de 30 mil paramilitares (y en Guatemala de eso ya sabemos un poco, a palos) a la vida civil. ¿Los pondrá a plantar árboles? Uribe sabe que el respaldo popular, más que una cuestión de principios, es una cuestión de afectividades. ¿Cómo preservarlas del óxido, sin caer más y más en el juego de las corruptelas y los nombramientos? Así es como los presidentes guerreros pasar a ser comunicadores, de políticos a relacionistas públicos, y transforman el mandato presidencial en campaña electoral.


(Columna publicada el 12 de agosto de 2006.)

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