Embargo en Gaza


De todas las estrategias de confrontación, el embargo –o política del aislamiento– debe ser una de las más lúgubres.

No me malentiendan: no soy partidario del terrorismo en ninguno de sus niveles. De hecho, no puedo hallarme más lejos de ese entusiasmo campesino de tertulia que algunos tiernos militantes profesan por los encapuchados de Hamas. Yo los puedo imaginar, a estos monstruos, encajarme, en una de las calles de Tel al Hawa, tres balazos –dos en la frente y uno al costado– venidos de una indócil, posiblemente contrabandeada, ametralladora traída por Santa Claus desde Siria. Sin problema, por oponerme a la Jihad.

Pero tampoco me engaño: la realidad de Gaza ya era más que infernal antes de los acontecimientos recientes, un auténtico campo de concentración. Es por ahogarlos (literalmente: empujarlos al mar) que hoy se dan estos exabruptos arrolladores. La fuerza generada por la asfixia es tremenda. En este caso, diplomática y económica. Y ahora, más que nunca, militar. La política de hambrear a los palestinos es muy real, o sea que la tendencia es a reforzar el enfoque Auschwitz, hoy irónicamente sionista, y financiado por el bloque llamado democrático, que había cortado el flujo de capital con el triunfo de Hamas en el legislativo, en el 2006. Es el territorio de la hipocresía. Si Israel reanuda el abastecimiento (de combustible, por ejemplo) es sólo porque, paradójicamente, Gaza es un cliente tremendo. Leía hace poco que la economía israelí pierde dos millones de euros al día cerrando fronteras. De igual manera, es seguro que toda ayuda humanitaria está formalmente condicionada. De otra parte, el éxodo está siendo reprimido, con un algo de diabólica expresión, salvo, se entiende, a los funcionarios de Al Fatah que ya están en Ramala. De la implosión como arma definitiva.

Entretanto, Abbas ha establecido un gobierno emergente en Cisjordania, creando una suerte de esquizofrenia.


(Columna publicada el 23 de junio de 2007.)

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